Cristián Gómez Olivares: El hombre de acero


PADRE

 1.-
      
 El hombre de acero está durmiendo pero la autopista
no parece darse cuenta. Cabecea de brazos cruzados
como inmutable copiloto que prefiere guardar silencio

mientras el camino cubra esa distancia equivalente
a un futuro que no parece tenerlo contemplado. Una
cámara fotografía el número de nuestra patente

para que a nadie le queden dudas de que intentamos
escapar de los efectos más tóxicos de la criptonita
pero no pudimos: el hombre de acero va muriendo

sin que nada podamos hacer para despertarlo. Abre
los ojos pero no mira porque la carretera no le pertenece
si no ha manejado a más de noventa por el carril

que lo devuelva hasta Santiago. Cuando llegamos
finalmente al aeropuerto y le digo viejo, despierta,
ya estamos, parece recordar que las autopistas son

un sueño, aunque la visión de rayos X ahora le falle
y ni siquiera pueda cargar sus maletas. El cigarrillo
le renueva las energías, casi podría decir que alcanza

a despertarlo. ¿Cómo andai de plata?, me pregunta
antes de despedirse, no vayamos a confundirnos
por un par de pestañadas, el hombre de acero

nunca le tuvo miedo a la gramática, es preferible
que el barco se hunda a nadar sin haber aprendido
sobre las aguas de un mar que no puede enseñarle

otra cosa que no sea a despedirse: el último llamado
a los pasajeros es nuestra forma de escribir en el cielo.
Mi padre es adiós. La clase turista mi país. 

2.-

Estábamos comiendo naranjas en un estadio
al que nunca volveríamos juntos. Un niño
de siete años y el padre de un niño de siete

años a las cuatro de la tarde de un fin de semana
cuando las gradas se mantenían en silencio
como si a los velocistas hubiera que escucharlos

con la misma atención que se le presta a un peso
que recién nos sacamos de encima. No lo
sabíamos entonces pero lo sabríamos luego

la llegada a la meta pronto terminaría por
convertirse en una tarde soleada donde las
cáscaras se guardaban en una bolsa de plástico

y en las tribunas no había nadie que pudiera ser
testigo justo cuando más se le necesitaba, en esa
época aún los teléfonos se usaban para llamar a

otras personas y sólo podía quedar grabado en
la memoria el nombre del ganador de esa carrera.
De las naranjas es de lo único que puedo estar seguro.
***
 NOTA BIOGRÁFICA


Cristián Gómez Olivares (Santiago de Chile, 1971). Poeta y traductor, ha publicado -entre otros títulos- Alfabeto para nadie (2008), La casa de Trotsky (2011), La nieve es nuestra (2012, 2015) y El libro rojo (2019). Junto a Mónica de La Torre, publicó la antología Malditos latinos, malditos sudacas. Poesía hispanoamericana made in USA (2009). Ha traducido los libros Cosmopolita (2014) y Ciudad modelo (2018), de Donna Stonecipher, y la plaquette Yo solía decir su nombre (2020), de Carl Phillips. También publicó La poesía al poder. De Casa de Las Américas a Mcally Jackson (2018), donde reúne sus ensayos en torno a la poesía hispanoamericana contemporánea.
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