El bocado invisible
Por muy lejos que digas, nunca dirías
ese lugar que te convierte
en un vecino sin casa.
Alguien que desconoce su lejanía
y se empeña en volver.
Aquí, lo que miras tocas
y lo que palpas es camino, cuerpo
que amar. Se vive al pie de la senda,
temblando entre los vivos,
soñando boquiabierto que volverá
otro invierno.
El ocaso tricota y zurce al bies
lejos con cerca, tojo con estrella,
crepúsculo al amanecer.
Y lo hace con ese ritmo con que las caballerías
puntean sobre la carretera.
Al caer ese sol, su reflejo sube la escalera
renqueante y asustado
como un silencioso animal de casa.
Mientras, alejados y a la mano pastan
potros salvajes,
pétalos en sus prados oblicuos.
Una estampida provocaría,
por pura magia de aquí,
quien soplase las yemas de sus dedos.
Las lentas campanadas a muerto
producen apnea al gigante sagrado
e inmóvil, como si fuesen una a una
las últimas gotas de quien desaparece.
Entonces, se agita
el hormiguero y vienen de todos lados
para dar el adiós a su última reina.
Cada familia
es un regato oscuro que se filtra
en el muro mohoso de la iglesia.
La casa está lejos y cerca.
Desde la ventana de la cocina
las muchachas
roban moras en las comisuras de la boca del río.
La mirada embelesada de la tribu
finge tirar cabos para tensar su lira imaginaria.
Y un gato recién nacido lame caldebarcos
desde la leña.
La bahía es un cuenco imaginario que gorjea
alcohol de alambique en la boca de los marineros.
Ellos hablan de las piernas
arqueadas de una diosa esperando la embestida
de la espuma o cuentan que la luna nueva quedó acostada
sobre un circo
y mesó la tierra con su figura fértil.
Muge el faro los días de niebla
o abanica brasas en calma su cola intermitente,
mientras chispean
yemas de luz en el horizonte.
Aquí hay un idioma salvaje que no se ha de decir,
se va haciendo. Como si el sacho, el hacha y la fouciña
chocaran en cada murmullo y desbrozaran
relatos para el merodeo de las labores.
Las cosas ocurren a tientas,
como un acarreo sin mesura que no inaugura
nada. Si acaso, un farfullar del viento en las cuestas,
el hueco en una valla de espino,
servidumbres de paso en el idioma íntimo.
Aquí hay un habla salvaje que pellizca las sienes
del forastero. Lo llaman el lobo de la gente.
El meneo del maizal y los brillos de la parra
dan por inaugurado un baile venido de afuera.
Sálvese quien pueda de la hojarasca
del mundo.
Hemos ido y hemos muerto y seguimos vivos
de milagro, subiendo a este refugio
por última vez cada vez.
La sal nos proteja,
nos avíe el mar y la piedra secreta
que dejamos de un año para otro
en el planeta oblongo.
Una mole que resume todo, nos mira
de reojo. Nos ve partir bajo sospecha,
su bocado es invisible.
(Subiendo a Louredo)
***
NOTA BIOGRÁFICA
Víctor M. Díez. León, 1968.
Reside en su ciudad natal.
Ha colaborado en prensa, revistas, catálogos de pintura, libros de viajes, etc.
Entre sus poemarios más conocidos se encuentran:
Evaporado va, Oído en tierra, Ser no represenable, Voz fuera de campo, Funeral celeste, Discurso privado o Todo lo zurdo.
Su antología Maldito baile obligatorio, puede encontrarse en Liliputienses.
También es actor y autor teatral de las piezas: Aquí en la tierra y (212) Medea.
Habitual de la escena performativa y musical, ha pertenecido a colectivos improvisatorios como En crudo, Blanca doble o SIN RED.
En la actualidad, mantiene un dúo antro-poético-musical, llamado caja baja, junto a Rodrigo Martínez.
Como conocido agitador cultural y creador de decenas de programas, suele defenderse diciendo: 'Tengo la manía de montar telares'.
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Disponible: 11,95 euros (9 euros del libro más 2,95 euros de gastos de envío).
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