Víctor M. Díez: La tarea contraria


El bocado invisible

 

Por muy lejos que digas, nunca dirías

ese lugar que te convierte

en un vecino sin casa.

Alguien que desconoce su lejanía

y se empeña en volver.

 

Aquí, lo que miras tocas

y lo que palpas es camino, cuerpo

que amar. Se vive al pie de la senda,

temblando entre los vivos,

soñando boquiabierto que volverá

otro invierno.

 

El ocaso tricota y zurce al bies

lejos con cerca, tojo con estrella,

crepúsculo al amanecer.

Y lo hace con ese ritmo con que las caballerías

puntean sobre la carretera.

 

Al caer ese sol, su reflejo sube la escalera

renqueante y asustado

como un silencioso animal de casa.

Mientras, alejados y a la mano pastan

potros salvajes,

pétalos en sus prados oblicuos.

Una estampida provocaría,

por pura magia de aquí,

quien soplase las yemas de sus dedos.

 

Las lentas campanadas a muerto

producen apnea al gigante sagrado

e inmóvil, como si fuesen una a una

las últimas gotas de quien desaparece.

                                     Entonces, se agita

el hormiguero y vienen de todos lados

para dar el adiós a su última reina.

Cada familia

es un regato oscuro que se filtra

en el muro mohoso de la iglesia.

 

La casa está lejos y cerca.

Desde la ventana de la cocina

las muchachas

roban moras en las comisuras de la boca del río.

La mirada embelesada de la tribu

finge tirar cabos para tensar su lira imaginaria.

Y un gato recién nacido lame caldebarcos

desde la leña.

 

La bahía es un cuenco imaginario que gorjea

alcohol de alambique en la boca de los marineros.

Ellos hablan de las piernas

arqueadas de una diosa esperando la embestida

de la espuma o cuentan que la luna nueva quedó acostada

sobre un circo

y mesó la tierra con su figura fértil.

 

Muge el faro los días de niebla

o abanica brasas en calma su cola intermitente,

mientras chispean

yemas de luz en el horizonte.

 

Aquí hay un idioma salvaje que no se ha de decir,

se va haciendo. Como si el sacho, el hacha y la fouciña

chocaran en cada murmullo y desbrozaran

relatos para el merodeo de las labores.

Las cosas ocurren a tientas,

como un acarreo sin mesura que no inaugura

nada. Si acaso, un farfullar del viento en las cuestas,

el hueco en una valla de espino,

servidumbres de paso en el idioma íntimo.

Aquí hay un habla salvaje que pellizca las sienes

del forastero. Lo llaman el lobo de la gente.

 

El meneo del maizal y los brillos de la parra

dan por inaugurado un baile venido de afuera.

Sálvese quien pueda de la hojarasca

del mundo.

Hemos ido y hemos muerto y seguimos vivos

de milagro, subiendo a este refugio

por última vez cada vez.

 

La sal nos proteja,

nos avíe el mar y la piedra secreta

que dejamos de un año para otro

en el planeta oblongo.

 

Una mole que resume todo, nos mira

de reojo. Nos ve partir bajo sospecha,

su bocado es invisible.

 

 (Subiendo a Louredo)

*** 


NOTA BIOGRÁFICA

 

 

Víctor M. Díez. León, 1968.

Reside en su ciudad natal.

Ha colaborado en prensa, revistas, catálogos de pintura, libros de viajes, etc.

Entre sus poemarios más conocidos se encuentran:

Evaporado va, Oído en tierra, Ser no represenable, Voz fuera de campo, Funeral celeste, Discurso privado o Todo lo zurdo.

Su antología Maldito baile obligatorio, puede encontrarse en Liliputienses.

También es actor y autor teatral de las piezas: Aquí en la tierra y (212) Medea.

Habitual de la escena performativa y musical, ha pertenecido a colectivos improvisatorios como En crudo, Blanca doble o SIN RED.

En la actualidad, mantiene un dúo antro-poético-musical, llamado caja baja, junto a Rodrigo Martínez.

Como conocido agitador cultural y creador de decenas de programas, suele defenderse diciendo: 'Tengo la manía de montar telares'.

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