Jeymer Gamboa: Jardín

 

apuntes de mis días en el jardín de infantes

 

Por distintas circunstancias tuve que alojar en mi casa durante tres meses el jardín de infantes al que asiste mi hijo. Son veinticuatro sabandijas hermosas. Podría decir que para mí fue un curso de nivelación porque yo no fui al maternal ni al kínder, sino que entré directamente a la escuela, de hecho, ya un poco grande. Estos días de kínder en casa fueron felices, tiernos y, cómo no, de aprendizaje. Por fin terminé de completar mi educación superior.

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 Respondí el censo. No tenemos televisión, pero tenemos un cuarto de hacer siestas equipado con doce cochecitos.

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 En los días previos a la llegada del jardín, se había realizado una feria editorial, una exposición y un concierto en mi casa. Parte de la decoración y otros accidentes felices de ese evento se mezclaron con el mobiliario y los materiales del jardín. Luces giratorias de colores en un pasillo que después los peques pedían encender una y otra vez. En el cuarto de siestas quedó pegado un cartel con el nombre del proyecto editorial Libros del sotobosque. Me encantaba entrar en ese cuarto oscuro y ver los doce cochecitos que usaban los bebés todas las tardes para dormir. Libros del sotobosque. Tiene sentido.

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 Algunas tardes volvía a casa cuando ya todos se habían ido. Pero un kínder es algo que tiene eco. Seguro porque la infancia tiene mucha reverberación. Yo seguía escuchando sus gritos, sus risas, sus brincos. Pienso que las verdaderas paredes de esta casa ahora son esas voces pequeñas que piden un cuento, una galletita, la canción de Apu el indiecito.

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 La casa en la que vivo está situada a pocos pasos de la línea del tren. A veces vibra o se estremece con el paso de los trenes, como si fuera un vagón más. Un día se acercó un señor -duerme en la acera de enfrente- a decirme que había estado observando lo que sucedía en mi casa en esos días. Dijo –palabras más, palabras menos– que era la fórmula para una buena educación. La fórmula es la siguiente: “trenes + maestras amorosas = niñes felices”. Siguió: “es que la felicidad de ellos es ver cuando pasa el tren y después la manera tan especial en que los reciben las maestras, ahí terminan de hacer click, hacen click, no necesitan nada más”.

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Algunas noches, antes de acostarme, me paseaba por los cuartos de la casa y observaba los dibujos o pinturas de los peques que las maestras dejaban colgados en las paredes. Manchas salvajes y rayones hechos con colores intensos. Me causaban mucha intriga. Como si contuvieran algún tipo de mensaje secreto o misterio que yo debía descifrar. Si nos atenemos a lo que dice Walter Benjamin, esto es un fallo de mi mirada adulta. Los peques miran los colores a partir de la experiencia auténtica, desprendidos de contexto y reflexión. De hecho, según Benjamin, tienen la capacidad de mirar el aura de las cosas. Mientras que yo estaba ahí parado en la sala, a altas horas de la noche, en pijama, intentado mirar esos mismos colores desde la experiencia vivida. Trataba de agregarles un significado, una utilidad, un mensaje. Qué necedad. Por poco arruino lo que elles habían hecho.

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 Las mantas o muñecos de apego, si se pierden, pueden desatar crisis terribles en el hogar. Una mañana llegó un padre desesperado preguntando por la rana de su hija. La noche anterior ya había mandado mensajes al chat del jardín pidiendo auxilio por el muñeco o peluche. Una rana con corona de reina y patas larguísimas. El papá respiró aliviado al saber que estaba aquí en casa. No pensaba arriesgarse más. Ese mismo día iba a comprar otros tres ejemplares de reserva.

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 Había leído en esos días el ensayo Sobre la imaginación de Mary Ruefle.  Su conclusión es que no hay diferencia entre imaginar y pensar y que en realidad son una sola cosa. Una mañana uno de los peques anunció que el patio de enfrente estaba lleno de peces. Nos mostró a su papá y a mí por dónde habían salido. Un tronco hueco que se había llenado de agua con las lluvias y se había volcado esparciendo los peces por todo lado. En ese momento pasó el tren y pidió ir a verlo. Fuimos. Después siguió hablando de los peces. Para él no había diferencia entre la realidad del tren, las lluvias y esos peces “imaginarios”. Todo estaba mezclado. Todo es imaginación. Todo es pensamiento. De hecho, los peces se subieron en el siguiente tren y se fueron en dirección a Cartago. Dice Ruefle, creo que lo dice así o tal vez me lo estoy imaginando, que es más o menos lo que hizo Gertrude Stein en su poesía. 

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NOTA BIOGRÁFICA

 Jeymer Gamboa es diseñador, editor y poeta. Ha publicado varios libros de poesía en Argentina, España y Costa Rica entre los que destacan Días Ordinarios, Nuestra película de las vacaciones, Un proyecto de futuro y El desplazamiento circunstancial. En Argentina codirigió la revista trimestral de poesía Campotraviesa. Está vinculado en la gestión de distintos proyectos culturales como la librería Patio abierto, la feria de arte impreso Relato y el Taller infinito de escritura. También dirige distintos espacios y ciclos de música experimental. Los fines de semana suele viajar al pueblo natal con su hijo Florián y a veces escribe sobre esos viajes.

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 Disponible: 15,45 euros (12,50 euros del libro más 2,95 euros de gastos de envío)

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